Por Mario Scholz, abogado, analista de política internacional.
Entre los años 80 y los 90, es decir en la última etapa del siglo anterior, el restablecimiento de democracias electivas en todo el hemisferio sur fue el resultado más promisorio en el retorno, al menos como intento, de regímenes liberales en América del Sur.
Brasil adoptó un primer movimiento en pos de un cambio electoral a comienzos de los 80s, bajo el liderazgo del candidato y posterior presidente electo Tancredo Neves, quien no llegó a asumir en virtud de su trágico fallecimiento a horas de hacerlo. La reforma la debió concretar su Vice y posterior Primer Magistrado José Sarney, al promover la aprobación de un régimen de elección presidencial directa en reemplazo del anterior indirecto, en el que el Congreso seleccionaba y votaba ese cargo.
Ese régimen indirecto de elección encubrió por varios años un sistema seudo- democrático, en el que las Fuerzas Armadas eran en rigor quiénes decidían el cargo, que el Congreso solo consagraba. Pero al pasar al sistema de elección directa, se dispuso hacerlo con “segunda vuelta” entre los dos candidatos más votados en el caso en que ninguno llegue a superar el 50% de los votos. Esta medida tenía que ver con la fragmentación partidaria brasileña, dentro de un régimen presidencialista (no parlamentario en el sentido europeo), que parecía impedir que un candidato de un solo partido pudiera ganar con gran respaldo popular, tal que una elección directa simple “legitimice” al ganador con mayoría de votos positivos. Y por se adoptó la “segunda vuelta” al dejar de lado la anterior elección parlamentaria del viejo régimen “pretoriano”.
Posteriormente y por razones similares en cuanto a la búsqueda de mayorías electorales, fueron incorporando el “ballotage” todas las naciones del Conos Sur de América Latina. No siempre la causa de estas reformas se encontró exclusivamente en una cuestión de fragmentación partidaria, pero desde ya pareció que esta práctica iba a consolidar el poder gubernamental y proveer de mayor estabilidad a los gobiernos. Tras su inicio auspicioso en los 90s el ballotage está provocando mayores conflictos que soluciones a la búsqueda de estabilidad en el ejercicio gubernamental en la región, aunque en esta etapa los gobiernos militares (no ya la influencia castrense) están descartados en el continente.
La Crisis de partidos y la mala praxis de los acuerdos
Cuando hablamos de problemas creados por el sistema de “segunda vuelta” electoral nos referimos a la falta real de consenso que envuelve a los participantes en ese “desempate”, es decir lo contrario del resultado buscado, y como producto de la notable fragmentación y eventualmente descrédito de los partidos políticos, fenómeno precedido y seguido por la escasa práctica de búsqueda de consensos y auténticas coaliciones entre los participantes en el concurso electoral.
Países con larga tradición democrática y parlamentaria conocen perfectamente el significado de las coaliciones de gobierno, en las que entre grupos partidarios afines se acuerda un programa básico común y hasta se asigna a priori (es decir antes del propio proceso electoral) la distribución de las carteras más sensibles (ministerios o secretarías de estado), claro está para el caso en que se lleguara al gobierno.
Chile es en realidad el único ejemplo regional exitoso de una auténtica coalición para ganar elecciones (cuando le toca esa suerte) y para gobernar más luego. En otros países –caso de Argentina– se han visto coaliciones exitosas para ganar elecciones pero que a la hora de gobernar, y no habiendo acordado un auténtico programa o bases comunes de entendimiento, simplemente el grupo más importante toma el control y decide y actúa sin mayores consultas con sus socios “electorales”. Al no haber un sistema parlamentario sino más bien uno presidencial, el ejecutivo decide por sí y eventualmente negocia leyes en el Congreso donde incluso puede alcanzar mayorías en acuerdos con fragmentos de la oposición.
Estas malas prácticas menoscaban entonces y hasta minimizan el consenso del ganador en “segunda vuelta”, pero más allá de eso se reduce el espacio para sustituir con acuerdos programáticos la crisis de representación de los partidos, tanto de los tradicionales (los más antiguos, generalmente conservadores, liberales, social demócratas y agrupaciones populistas) como de los nuevos, éstos muchas veces surgidos en torno a una nueva figura “convocante” y que resultan en rigor agrupaciones meramente personalistas.
El personalismo es a su vez otro enemigo de los consensos. Es cierto que grandes liderazgos en momentos de crisis y/o de cambio (en la región por ejemplo por el regreso a la democracia, tras un período de militarismo o de sistemas “pretorianos”, pueden ayudar a transiciones exitosas. Entiendo que toda América Latina recuerda el caso argentino con Raúl Alfonsín, que motivó una corriente pro democrática en todo el cono sur. Luego de su aparición surgieron también otras figuras en la región que coadyuvaron ciertamente a esa consolidación democrática, como el “tándem” Neves-Sarney en Brasil y José M. Sanguinetti en Uruguay, entre otros que cabe recordar, y así como en España no creo que se pueda ignorar el rol histórico de Adolfo Suárez primero y de Felipe González después.
Pero a partir de ese paso transicional, los liderazgos personalistas constituyen más un riesgo que un beneficio, sin que por ello hubiera que ignorarlos. Las experiencias recientes en la región con la selección de “sucesores” por parte de los antiguos líderes carismáticos, han restado estabilidad y consenso a los nuevos gobiernos. Y el electo sucesor debe moverse entre el sentimiento de “traición” si gana independencia y carácter propio, o la alternativa de sometimiento a la manera de un “títere” orquestado.
Y en ambas situaciones no surge que el sistema de partidos sea beneficiado. Los liderazgos partidarios, o cuanto menos los candidatos a presentar, deberían surgir de auténticos procesos democráticos internos, del debate real hacia adentro de cada partido y no ya por una imposición por interesante que pudiera parecer. Es este fenómeno otro ladrillo en la pared del descrédito del sistema de partidos, de su creciente falta de contenido ideológico, de su reemplazo por espacios sin más significación que la de un atractivo electoral.
Perú y Ecuador como muestras de las crisis de los partidos
Ecuador va a elecciones de “segunda vuelta” el domingo 11 de abril entre el candidato más votado, Andrés Arauz que fuera el designado por Rafael Correa como líder de su “espacio”, y que llegó a cosechar un tercio de los votos en la primera vuelta, y el que obtuvo el segundo lugar por menos de media centésima, Guillermo Lasso de origen conservador, luego de un arduo conteo con el tercero, el líder indigenista Yaku Pérez. Estos dos últimos sumados no llegaron al 40% del voto electoral, mientras que un cuarto de corte izquierdista, surgido como nueva figura ajena al entorno político tradicional, Xavier Hervas, rozó un 15%.
Dada la ubicación correista en la izquierda (un término de valor relativo, ya que pareciera que en este caso se aplica mejor el término populismo, aunque no cabe prejuzgar sobre la naturaleza de Arauz), se supone que su candidato logrará imponerse finalmente, aunque Hervas se mostró a favor de Lasso para la segunda vuelta mientras su agrupación consideró que no se podía apoyar a un candidato conservador.
No es menos cierto, por otro lado, que el Ecuador con tres candidatos que alegan su distancia con el régimen de Correa y que sumados superaron el 55% del electorado, puede ingresar nuevamente en terreno inestable. Si Arauz siguiera el modelo “títere”, el fraccionamiento político del país quedará marcado con un país dividido. Si por el contrario se mostrara más independiente y conciliador (como finalmente lo intentó el actual Presidente Lenín Moreno) debería soportar presiones de su propia agrupación, de sus seguidores y mentores.
Vemos entonces una nueva amenaza sobre la estabilidad en sentido amplio de un gobierno que surgirá del sistema de “ballotage”, diseñado para generar el mayor consenso posible. Por supuesto, como tratamos de expresar antes, no es un sistema electoral el que resuelve por sí solo los entresijos de las prácticas en democracia.
Otro tanto surgiría del caso menos probable de un triunfo de Lasso. Surgido de fuerzas conservadoras nuclearía una mayoría eventual de votantes sin unidad ideológica y solo por oposición al correismo, sin mayor consenso propio.
En Perú se afronta el mismo día 11 de abril la primera vuelta de la elección presidencial, con cinco candidatos que según las diferentes encuestas se alternan en los primeros lugares pero todos rozan apenas alrededor de un 10% del electorado. Surge con claridad que ha faltado un “cribaje” previo, que las sucesivas crisis gubernamentales y de partidos, con ex presidentes encarcelados, otros renunciados y sometidos a investigación, amén del caso del suicidio de Alan García, han apagado casi por completo a las agrupaciones tradicionales. Entre ellas se recuerda al tradicional y casi desaparecido aprismo de Haya de la Torre (y de Alan García) y la Acción Popular, la histórica agrupación del liberal/conservador Fernando Belaúnde Terry. En este último caso su candidato Yonhy Lascano está al menos en esa lista del 10%.
Los otros participantes que aparecen en esa seudo primera línea son el conservador Hernán Soto (un hombre casi octogenario) y la joven izquierdista Verónika (con k) Mendoza, además del fujimorismo representado por Keijo Fujimori, hija del ex presidente encarcelado, y una “rising star”, el ex futbolista Jorge Forsyth colocado en la centro derecha.
Este calidoscopio partidario deberá ser “filtrado” por la elección para la segunda vuelta. Pero de mantenerse esa reducida diferencia, donde el mejor apenas rozaría el 15% (dicho esto el día antes), obligaría a un severo y serio tejido de nuevas alianzas para constituir una mayoría para la segunda vuelta, que en suma no podría consolidar un gobierno estable. Ya Perú sufrió en el último periodo gubernamental cuatro cambios por renuncias o destituciones.
Mejoras métodos y buscar contenidos
No soy por supuesto el primero, solo uno más, en señalar la crisis de las democracias occidentales, en advertir la sustitución del contenido ideológico partidario por espacios sin contenidos y solo con imágenes y búsquedas electorales.
La solución de fondo es el trabajo político, el logro de la participación, la recuperación del valor del debate partidario para que los partidos cumplan de manera efectiva su rol de mediación entre la población y el estado. Y ese rol se ejerce en esas instituciones solo con base ideológica, que por supuesto cabe renovar, “aggiornar” y adaptar a una realidad cambiante y siempre con espíritu de diálogo.
No obstante lo anterior, que ha sido expresado y explicitado de mejor manera por diversos politólogos, es un arduo proceso que llevará su tiempo, si es que como diera sus frutos, hecho resulta un deseo además de una aspiración.
Por ello las reformas electorales consensuadas pueden ser una alternativa positiva en lo inmediato para evitar este calidoscopio partidario electoralista en países de la región, que dan lugar a gobiernos inestables. Por un lado, es importante asegurar una primer selección de candidatos por mecanismos participativos. Por ejemplo, en Argentina se estableció la realización de elecciones “primarias” obligatorias para partidos y votantes, copiando la idea pero no la forma práctica de los Estados Unidos, donde entre otras características, la participación del votante es voluntaria.
Estas primarias además de elegir el candidato, aunque no necesariamente sirvan para seleccionarlo, porque hay agrupaciones que presentan uno solo, dan una idea previa de los apoyos relativos, algo así como una encuesta con alcance universal.
Hasta ahí llega el sistema argentino, que no es para nada flexible. El candidato poco o menos votado que “baja” su postulación queda afuera, no puede sumarse a otra lista y peor todavía si se tratara de un partido que no alcanza apoyos y quisiera constituir alianzas. Estas serán solo las previas a las primarias, luego de ellos no existirán nuevas oportunidades.
La introducción de flexibilidad pos primarias sería importante entonces para facilitar ese proceso de selección participativa, más todavía en los países con notoria segmentación partidaria. Esta flexibilidad sería una herramienta útil para “ayudar” a sumar adhesiones y concentrar posiciones, máxime ante la falta de prácticas para la constitución de auténticas coaliciones de gobierno.
No hay fórmula legal que la provea, pero una buena práctica en la conformación de coaliciones es otro requisito para el logro de gobiernos estables con partidos que no sean mayoritarios por sí solos. En los sistemas parlamentarios una persona recibe el cometido de conformar una mayoría y lograr el voto de confianza de los legisladores y si no cuenta con “mayoría propia” está obligado a concertar. En el sistema presidencialista una vez ganada la elección sea en primera o en segunda vuelta el elegido formará él su gobierno. Que sea o no estable es otra cosa. Y las experiencias al respecto son bastante pobres en la región.
Un compromiso de las alianzas o frentes o coaliciones de alcanzar un programa común presentado a la sociedad como requisito previo, debería ser al menos una práctica moral que responsablemente deberían cumplir los partidos en Latinoamérica, con el agregado de una práctica de constante búsqueda de consenso intra coalición, amén del diálogo natural con la oposición.
Lamentablemente no es claro que en el fragor electoral esta reflexión esté presente en la región, aunque fuera con otras conclusiones, ideas y propuestas respecto de las aquí esbozadas.
———————–Fernanda Andrea Sanchez
Coordinación general y periodística
Martín Zevi
Coordinación del Dpto. Audiovisual